Los mensajes falsos, erróneos o interesados sobre alimentación pueden cambiar la manera en que ves la realidad. La forma de entender el mundo que te rodea. Tu interpretación de lo que pasa a tu alrededor.
¿Te parece imposible?
Las estrategias para convencerte de que compres un alimento aludiendo a que va a mejorar tu salud o, lo que es más perverso, apelando al miedo (¿a qué emoción crees que apelan las etiquetas que dicen «sin aditivos»?) son exactamente las mismas que se utilizan para lanzar consignas peligrosas que ponen en jaque pilares tan básicos de la convivencia como son los derechos humanos.
Te crean una duda. Y piensas «mal no me hará» si evitas determinadas frutas porque has leído que tienen muchos pesticidas (aunque las autoridades sanitarias que las controlan te garanticen que son seguras). O te empeñas en seguir extraños rituales cada vez que usas el microondas, por si su radiación es cancerígena (a pesar de que científicos te expliquen que es físicamente imposible).
Abres la puerta a desconfiar de las fuentes fiables. Y una vez que esa puerta se ha abierto pueden entrar todo tipo de ideas que adulteran la realidad. Los hechos probados pasan a un segundo plano y, ante cualquier incongruencia que rebata la falta de lógica del bulo, está el comodín «Esa es tu opinión».
No todas las opiniones son válidas.
Las que tratan de dinamitar consensos sociales, de reabrir debates de otro tiempo ya cerrados, de criminalizar al diferente no son respetables.
De desinformación alimentaria he hablado en TEDxAlcoi. Y de cómo caer en ella te hace ser menos libre (y no solo con tu alimentación).
Cada elección alimentaria que haces está apoyando una forma de vender. Es un voto a favor o en contra de la honestidad. Una apuesta por el desarrollo local o una piedra más en la lápida de las poblaciones rurales.
Tienes un gran poder en tu cesta de la compra. ¿Cómo lo vas a usar?